El genial Isaac Asimov también tenía algo que decir sobre el tema...copio a continuación un relato perteneciente a La estrella de Belén y otros ensayos científicos.
Como soy un escritor
ocasional de poesía ligera, aficionado a los juegos de palabras, y también un
egocéntrico, a veces siento la necesidad de hacer algo inteligente con mi
nombre, si es que puedo. Así, en mi poema «The Prime of Life» (F&SF, octubre de 1966), precisé de una
rima interna y quise emplear mi nombre, por lo que un joven entusiasta se
encontraba conmigo y exclamaba:
«Why, stars
above, it's Asimov».
(¡Oh, qué maravilla, es Asimov!)
(¡Oh, qué maravilla, es Asimov!)
Pensé que era un verso natural, nada forzado, y lo
citaba de vez en cuando siempre que deseaba impresionar a alguien con mi
habilidad para la poesía ligera. Así lo hice en cierta ocasión con una hermosa
damisela que, después de pensar cinco segundos, replicó:
—¿Y por qué no dices: «¡Oh, mazel-tov, es Asimov!»?
Pasaron unos quince minutos de silenciosa turbación
antes de que pudiera recuperarme. La versión de ella era mucho mejor, por
supuesto, porque «mazel-tov» (quizá no haga falta que lo aclare) es el
equivalente hebreo de «buena suerte». Es mucho más apropiado humorísticamente
por diversas razones... y nunca se me había ocurrido.
Pero no fui yo el que usó con más
inteligencia mi nombre, sino J. Wayne Sadler, de Jacksonville (Florida). En
diciembre del año pasado me envió una poesía, en la que introduje dos o tres
cambios sin importancia, y que dice así:
Cuando Isaac
en un campo nudista está
pronto a la diversión se unirá,
porque «en tiempos de Roma» es su cita favorita
como a todo el mundo explica.
Por eso, cuando se oiga el grito
«¡Fuera todos los vestidos!»
será el primero en obedecer, sin vacilación,
Isaac Asimov.
pronto a la diversión se unirá,
porque «en tiempos de Roma» es su cita favorita
como a todo el mundo explica.
Por eso, cuando se oiga el grito
«¡Fuera todos los vestidos!»
será el primero en obedecer, sin vacilación,
Isaac Asimov.
Ah, bien, nunca he estado en un campo nudista, pero
pienso con mucha frecuencia que, gracias a mi personal estilo literario, vivo
en un campo nudista mental. Cualquiera que lea con regularidad mis escritos
conoce perfectamente mis opiniones y sentimientos respecto a todos los temas.
Sin embargo, por si alguna persona se pregunta sobre mi actitud hacia la
religión, debo declarar que soy un librepensador.
En particular, dado que este artículo aparecerá
durante las Navidades, quiero explicar que no acepto como científicas las
historias navideñas que relatan los Evangelios. Por lo que concierne a su valor
teológico, o a su simbolismo alegórico, o a cualquier aspecto similar, no tengo
nada que decir; no soy teólogo. Pero no los acepto como descripciones de la
verdad literal, no más de lo que acepto el «Génesis 1».
Mi creencia personal es que los relatos de la natividad
fueron inventados después del hecho, y que en muchos sentidos siguen la tradición
de las narraciones navideñas que fueron reproducidas copiando a los anteriores
líderes legendarios (o no tan legendarios) que fundaron naciones o religiones:
Sargón de Acad, Moisés, Rómulo y Remo, etc., etc.
El más antiguo de los cuatro Evangelios, el de «Marcos»,
no incluye en absoluto ningún relato de la natividad, sino que empieza con el
bautismo de Jesús. Y el Evangelio más posterior en el tiempo, el de «Juan»,
no relata ninguna natividad humana porque Jesús, en cierta forma, había
superado eso por aquel entonces. En lugar de ello, trata a Jesús como
manifestación de Dios y con sus mismas cualidades eternas.
Todo esto nos deja con dos Evangelios de una época
intermedia, los de «Mateo» y «Lucas»; ambos narran la
natividad..., pero en forma distinta. Estos dos evangelios no coinciden
siquiera en un punto; todo lo contenido en un relato de la natividad falta en
el otro.
Así, el relato sobre la estrella que brilló
coincidiendo con el nacimiento de Jesús sólo puede encontrarse en el «Evangelio
de San Mateo» y no está recogido en forma alguna en el de «San Lucas».
De hecho, tal estrella no se menciona en ningún otro lugar del Nuevo Testamento
que no sea la primera parte del segundo capítulo del evangelio de San Mateo.
Todas las referencias a esta estrella se encuentran en cinco
versículos, y ésta es su versión autorizada:
«Mateo
2:1»: Habiendo nacido Jesús en Belén de
Judea por los días del rey Herodes, he aquí que unos magos desde el oriente se
presentaron en Jerusalén.
«Mateo 2:2»: Diciendo:
«¿Dónde está él que ha nacido, rey de los judíos? Porque vimos su estrella en
oriente, y vinimos a adorarle».
Esto llama la atención del rey Herodes, que no desea
que exista ningún pretendiente al trono y que, como es lógico, no ve con buenos
ojos a ningún supuesto Mesías que suscite revoluciones. Reúne a sus consejeros
y, después, manda a llamar a los magos.
«Mateo
2:7»: Entonces, Herodes, llamando en
secreto a los magos, averiguó con precisión de ellos el tiempo de la aparición
de la estrella.
A continuación, Herodes ordena a los magos
que encuentren al niño y se lo hagan saber.
«Mateo
2:9»: Y ellos, oyendo esto al rey, se
pusieron en camino; y he aquí que la estrella que vieron en el oriente los
guiaba por delante hasta que, llegando, se detuvo en el lugar en que estaba el
niño.
«Mateo 2:10»: Y al ver la
estrella se alegraron con extraordinario gozo.
Dado que esta estrella relucía sobre el lugar de
nacimiento de Jesús en Belén (o dondequiera que fuese, porque el relato del
pesebre sólo es referido por «Lucas»), se la denomina normalmente como
«La Estrella de Belén».
La Estrella de Belén
es uno de los pocos temas bíblicos que parece ser de naturaleza astronómica y,
por consiguiente, ha sido causa de numerosas especulaciones, siempre desde el
punto de vista astronómico. Y, para ser sincero, a mí también me gusta
especular con la Estrella de Belén, por lo que me gustaría presentar a los
lectores nada menos que nueve alternativas.
Por ejemplo (alternativa 1), podría suceder
que la Estrella de Belén no se adecuara a ninguna explicación astronómica y que
se tratara en realidad de algo fuera del alcance de la razón. Podría
representar un «misterio» (en el sentido religioso de la palabra) que los seres
humanos son incapaces de comprender sin inspiración divina. Es posible que sólo
en el cielo pueda desvelarse el misterio. Y en tal caso, claro, no hay razón
para especular. No podemos hacer otra cosa que no sea esperar la inspiración o
entrar en el cielo y, ¡ay!, ninguna de esas dos cosas es probable que me
suceda.
También podría ser (alternativa 2) que la
Estrella de Belén carezca de explicación, no por razones teológicas, sino
simplemente porque sea una invención piadosa por parte del autor del Evangelio.
Esto no quiere decir que sea una mentira deliberada
o un intento consciente de embaucar. El relato de la estrella pudo ser algo
vago, una de las indicaciones simbólicas del nacimiento de la divinidad, igual
que las voces y aureolas angélicas, y el autor lo utilizó como detalle
apropiado y digno.
Recuerden que Mateo, probablemente, redactó su
Evangelio algún tiempo después de la destrucción del Templo, en el 70 dC; en
otras palabras, tres cuartos de siglo después de nacer Jesús. No existían
archivos del pasado en el sentido moderno y tan sólo pudo reunir relatos vagos.
Quizá había algunas fábulas sobre cierto fenómeno de naturaleza estelar que se
había producido alrededor de la época del nacimiento de Jesús, y Mateo pensó
que era adecuado incluirlas.
Podemos preguntarnos por qué Mateo quedó
impresionado por los relatos de la estrella que había oído y quiso incluirlos,
en tanto que Lucas no. De hecho, podemos proponer una razón lógica. A partir de
la evidencia objetiva, puede argumentarse que Lucas era un gentil, y narraba el
Evangelio a gentiles, mientras que Mateo era un judío que hacía lo propio con
los judíos[1].
Es natural, pues, que Mateo presentara tantos
detalles como le fuera posible, corroborando cierta profecía del «Antiguo
Testamento» o algo similar, ya que con esto impresionaría a su audiencia
judía. De vez en cuando cita los versículos del «Antiguo Testamento» que
contienen la profecía, pero hasta cuando no lo hace podríamos encontrarlos
nosotros mismos.
Por ejemplo, el «Antiguo Testamento» narra en
una ocasión que Balaam, en la época que las tribus israelitas se preparaban al
este del Jordán para invadir Canaán, hace la profecía siguiente:
«Números
24:17»: Lo veo, mas no ahora; lo diviso, pero
no de cerca: ha salido una estrella de Jacob, y ha surgido un cetro de Israel;
y ha quebrado las sienes de Moab y el cráneo de todos los hijos de Seth.
Es muy probable que este versículo fuera escrito en
los tiempos del Reino de Judea y que fuera incluido como parte de las palabras
del legendario sabio Balaam (En la antigüedad, era normal atribuir frases a las
bocas de los viejos ilustres).
Se supone que cuando dice «lo veo» se refiere
al rey David, que derrotó a Moab y conquistó todos los reinos vecinos. Es por
este versículo que se llama «Estrella de David» a los dos triángulos
equiláteros entrelazados.
Tras la destrucción del reino de Judá y el
final de la dinastía de David, el versículo sufrió una nueva interpretación. Se
supuso que hacía referencia a un futuro rey de la dinastía de David, el Mesías
(«el ungido», una palabra muy usada por los judíos para referirse a un rey).
Como es lógico, Mateo lo aceptó así y pensó que una estrella sería una
asociación muy conveniente con el nacimiento del Mesías.
Además, existe un pasaje de «Isaías»
que describe una futura utopía. Un versículo dice:
«Isaías
60:3»: Las naciones caminarán a tu luz, y
los reyes al resplandor de tu aurora.
Es una referencia a la Israel ideal que debe
surgir en el futuro, pero es fácil transferir dicha referencia al Mesías, y las
palabras «luz» y «resplandor de tu aurora» pueden aludir a una estrella. La
palabra «naciones» podría tomarse como una alusión a los magos de oriente.
Tal fue el influjo del versículo de Isaías,
aludiendo a «reyes» y «naciones» (paganas), que surgió la leyenda de que los
tres magos eran reyes con el nombre de Melchor, Gaspar y Baltasar. En tiempos
medievales, se supuso que existían reliquias de los tres en la catedral de
Colonia, por lo que llegó a llamárseles «Los tres reyes de Colonia». Claro
está, todo esto no tiene nada que ver con la «Biblia», que no los llama
reyes y que ni siquiera dice que fueran tres.
¿Pero y si Mateo basó el relato de la
estrella en alguna leyenda en boga en la época en que se escribía el Evangelio?
¿Y si la leyenda reflejó algo que había sucedido realmente?
Podemos suponer (alternativa 3) que,
fuera lo que fuese la estrella, se trataba de un objeto milagroso y no de algo
que pudiera comprenderse en el proceso de los acontecimientos o por cualquier
persona. En realidad, pudo ocurrir que tan sólo los magos la hubieran visto y
que la hubieran utilizado como guía milagrosa. Después de llegar hasta el niño
Jesús y permanecer sobre él, desapareció.
Podemos reforzar esto señalando que Herodes,
debiendo de estar muy interesado en cualquier señal que indicara el nacimiento
de un rival para su trono, no sabía nada acerca de la estrella y tuvo que
preguntar a los magos.
Pero si la estrella es un milagro creado para
una sola misión y vista únicamente por las personas que debían verla, es
imposible seguir investigando. Así que pasemos a otras alternativas.
Supongamos que la estrella no fuera milagrosa
sino real, y que cualquier persona pudo verla. Esta, con toda certeza, es la
suposición que adopta la mayoría de la gente cuando analizan lo que pudo haber
sido la Estrella de Belén.
Sin embargo, en todas las alternativas que
surjan de esta suposición debemos olvidar que la estrella guiara a los magos y
que se detuviera sobre Jesús. Esto es francamente milagroso, y debemos omitirlo
en una explicación racional. Nos limitaremos a imaginar que apareció algo en el
cielo, en apariencia para anunciar el nacimiento de un Mesías, y nada más.
Pero aquí nos es de gran utilidad el hecho de
que el término «estrella» gozaba de un significado mucho más amplio para los
antiguos que para nosotros. Por ejemplo, no consideramos como estrellas a los
planetas y cometas, pero los antiguos los denominaban «estrellas errantes» y
«estrellas imperfectas», respectivamente. Para los antiguos, todo objeto
celeste era una estrella. Busquemos, pues, uno de estos objetos en la forma más
amplia posible.
Por ejemplo, el fenómeno celeste al que Mateo
aludió como estrella pudo haber sido en realidad (alternativa 4) un
sutil hecho astronómico, por completo real, pero que tan sólo los especialistas
en la materia pudieron advertir.
Los magos podrían considerarse perfectamente
como expertos en la materia. El término empleado por Mateo es traducción de la
palabra griega «magoi», que procede, a su vez, de «magus», el nombre dado por
los antiguos persas a los sacerdotes de Zoroastro.
Para griegos y romanos, el término hacía
referencia a cualquier místico oriental. Para los romanos, «magus» (plural
«magi») llegó a significar «hechicero», y nuestros modernos términos «mágico» y
«mago» descienden del «magus» persa.
Como es natural, las personas que más
debieron interesarse por los fenómenos celestes fueron los astrólogos, y éstos
se adaptarían al calificativo de magos. Babilonia fue un antiguo centro de la
astronomía, por lo que es probable que los magos hubieran sido astrólogos de
aquella región, situada al este de Judea.
¿Y qué pudieron observar los astrólogos que
fuera evidente y auténtico para ellos, pero imposible de ver para las demás
personas?
Es importante para los astrólogos la posición
del Sol en la época del equinoccio de primavera. Esta posición siempre está
comprendida en el Zodíaco, pero no está determinada. Cambia con lentitud de una
a otra de las doce constelaciones del Zodíaco, empleando unos dos mil años en
atravesar por completo una constelación.
En la época del equinoccio de primavera, y
durante los dos mil años que precedieron al nacimiento de Jesús, el Sol se
encontraba en la Constelación de Aries. Pero en aquel momento estaba más o
menos a punto de trasladarse a la Constelación de Piscis. Esto constituiría un
acontecimiento vital para los astrólogos y es factible que se pensara que
representaba algún trastorno básico en la historia humana. Puesto que los
judíos de aquella época no cesaban de hablar sobre la llegada de un Mesías, que
fundaría una nueva Jerusalén y daría nuevas perspectivas a la historia del
hombre (como en el pasaje de «Isaías»), los astrólogos pudieron llegar a
la conclusión de que estaban a punto de presenciar el hecho y, por
consiguiente, es posible que se trasladaran a Judea para investigar el asunto.
En relación con esto, es muy interesante que
los cristianos primitivos emplearan un pez como símbolo secreto del Mesías. La
explicación habitual es que las letras de la palabra griega que significaba
«pez», siguiendo su orden, eran las iniciales de una frase griega que,
traducida, quiere decir «Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador». Pero también es
posible que el pez se refiriera a Piscis, al que se había trasladado entonces
el equinoccio de primavera.
Con todo, este punto del equinoccio de
primavera no está claro, es sólo una suposición. A decir verdad, podría ser que
Mateo, que no era astrólogo, comprendiera erróneamente de qué se trataba todo
el asunto. Pero no podemos saberlo. Si admitimos que Mateo estaba en lo cierto
y que la estrella era un fenómeno evidente, ¿qué pensar, entonces?
En tal caso, la estrella pudo haber sido un
cometa (alternativa 5). Los cometas se presentan en forma
irregular e imposible de predecir (por lo menos para los antiguos) y siguen un
movimiento errático a través del firmamento. Se da la circunstancia de que el
más famoso de todos, el cometa Halley, fue visible en el año 11 aC, es decir,
siete años antes de la fecha tradicional de la natividad de Jesús. Pero tal
fecha no se apoya en bases sólidas.
Y sin embargo, el cometa de Halley es algo
muy perceptible. Todo el mundo puede ver los cometas y, por lo general, fueron
asociados a futuros acontecimientos que iban a conmover al mundo. Si los magos
llegaron de oriente hablando de una estrella que representaba el nacimiento de
un Mesías, todo el mundo habría sabido al momento a qué se referían, y Herodes
no se habría visto obligado a preguntarlo.
Puede ponerse esta misma objeción, aunque con
menos fuerza, a la presencia de una supernova en el firmamento (alternativa
6), brillando esplendorosamente en una posición que hasta entonces no había
ocupado ninguna otra estrella y, por tanto, indicando algo nuevo y prodigioso.
Tal vez no fuera tan llamativa como un cometa, por lo menos para la gente
normal, pero es improbable que no provocara comentarios, y no poseemos ningún
dato histórico respecto a una estrella supernova que apareciera en aquella
época, ni vestigio alguno en el firmamento de nuestros días de que pudiera
haber sido así[2].
Si no se trataba de un cometa o una
supernova, la estrella pudo haber sido una referencia al objeto que, por lo
general, más brilla en el cielo, después del Sol y la Luna: el planeta Venus (alternativa
7). Sin embargo, esto parece ser en extremo improbable, aunque algunas
personas opinan lo contrario. Después de todo, Venus es un astro común en el
cielo, y no hay motivo lógico para pensar que en una época represente algo
especial y en otra no. Lo mismo puede decirse, con mucha más razón, de
cualquier otro planeta o estrella visible en el firmamento.
¿Y si hubiera sido un meteorito
incandescente? (alternativa 8). Se trata de un fenómeno limitado, por lo
que tiene ventajas sobre un cometa, una supernova o un planeta. Se localiza en
la atmósfera más externa y sólo puede ser visto en una zona muy estrecha de la
superficie terrestre.
Tal vez los magos vieron la «estrella» en oriente,
tal como anunciaron, en el firmamento de su tierra babilónica. En ninguna otra
parte habría sido visible y, menos todavía, en Judea. Así se explicaría por qué
Herodes tuvo que investigar el hecho.
El problema radica en cómo un simple
meteorito pudo asombrar por su excepcionalidad a los astrólogos e indicarles la
llegada de un Mesías. Es indudable que en la transparente atmósfera de
Babilonia podrían contemplarse meteoritos todas las noches. Por muy especial
que éste fuera, ¿qué importancia tenía? Si el meteorito ya hubiera alcanzado la
Tierra, los magos habrían quedado más impresionados, suponiendo que
presenciaran la caída y descubierto el meteorito. Entonces, ¿por qué no se
refirieron a que algo había caído del cielo?
Hemos examinado ya todos los fenómenos
celestes que podrían explicar la aparición de la estrella; las mismas
estrellas, los planetas, cometas y meteoritos. ¿Qué es lo que falta?
Quizá no se trataba de un simple objeto
celeste, sino de varios, una serie poco común que llamaría la atención de los
astrólogos y que tendría algún significado para ellos (alternativa 9)[3].
Los únicos objetos celestes que cambian
regularmente su posición y que originan conjunciones llamativas en ocasiones,
son los elementos del Sistema Solar. De ellos, podemos descartar cometas y
meteoritos, puesto que los primeros son impresionantes de por sí y no necesitan
presentarse en grupo, y los segundos se desplazan demasiado rápidamente y son
visibles durante tan poco tiempo que no pueden formar agrupaciones definidas. Podemos
descartar el Sol, ya que apaga todo lo que está a su alrededor y no se combina
con otro objeto en forma visible, y también la Luna, puesto que hace invisible
a cualquier otro objeto con el que pudiera entrar en conjunción.
Nos quedan los cinco planetas visibles:
Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno. A veces dos o más de estos planetas
brillan en el cielo muy cerca entre sí, y muy a menudo forman una combinación
sorprendente. Tal situación no es en ninguna forma desacostumbrada y, según
Sinnott, entre los años 12 aC y 7 dC hubo como mínimo doscientas ocasiones en
las que dos planetas estuvieron muy cerca uno del otro en el cielo y otras
veinte ocasiones en las que ocurrió lo mismo con más de dos planetas.
Esto nos da un promedio aproximado de una vez
por mes, y tengo la impresión de que tales sucesos no asombrarían a los
astrólogos, a menos que se tratara de algo muy anormal, digno de atención,
importante en el campo astrológico o, en el caso más favorable, de una mezcla
de las tres cosas.
Clarifiquemos algunos conceptos. Los dos
planetas más brillantes son Venus y Júpiter. La conjunción más esplendorosa
será, por tanto, la que formen estos dos últimos cuando coinciden en el cielo,
y en especial cuando se encuentren a la suficiente distancia del Sol como para
que puedan ser vistos en el cielo nocturno.
Una combinación de este tipo se produjo en
las horas anteriores al amanecer del 12 de agosto del año 3 aC. En el momento
de máxima proximidad, los dos planetas estaban separados tan sólo por doce
minutos de arco, es decir, dos quintos del diámetro aparente de la Luna.
Otra conjunción similar, pero mucho más
sorprendente, tuvo lugar tras la puesta del sol del día 17 de junio del año 2
aC. Venus y Júpiter estuvieron aún más próximos en esta ocasión y, en el punto
de máxima cercanía, los separaban sólo tres minutos de arco, una décima parte
del diámetro de la luna llena.
Con una aproximación tan grande, sería
difícil vislumbrar los planetas como dos puntos de luz distintos. Lo que es
más, desde Babilonia se debió de ver los dos planetas acercándose mutuamente de
forma constante, mientras se hundían en el horizonte occidental. En realidad,
alcanzaron la separación mínima a las diez de la noche, hora de Babilonia,
cuando se ponían. Podemos imaginar que los astrólogos que observaban el
firmamento verían los dos planetas unirse aparentemente mientras llegaban a un
punto del horizonte situado en dirección a Judea.
¿Se vio realmente
aquella «estrella» anormal en la dirección de Judea, tanto como para que
pensaran en un Mesías? Bien, hay más datos.
La «Biblia» atribuye a Jacob una
importante profecía mesiánica, cuando se encontraba a punto de morir. Jacob
habla en forma algo mística a cada uno de sus hijos, y esto se interpreta como
una alusión al futuro de las respectivas tribus.
Por lo que respecta a Judá (de la que David,
y por consiguiente Jesús, descendían), dijo:
«Génesis
49:9»: ¡Eres cachorro de león, Judá! ¡De la
presa has subido, oh hijo mío! Se ha agazapado, se ha echado cual león, y como
una leona; ¿quién le hará levantar?
«Génesis 49:10»:
No se retirará el cetro de Judá ni la bengala de entre sus pies hasta que venga
Shiloh, a quien pertenece y al cual corresponde la obediencia de los pueblos.
El versículo 9 indica que el león era el
símbolo totémico de la tribu de Judá (aún seguimos refiriéndonos al «león de
Judá»). En cuanto al versículo 10, existe una gran polémica en torno al
significado de Shiloh.
Shiloh era el nombre de una población en la
que existió un importante templo antes de los tiempos del Reino de Judá y que
fue destruida un siglo antes de la época de David. El versículo tendría muy
poco sentido en tal caso, y podría tratarse de un error del copista. Sin
embargo, puede objetarse que el texto alude a la restauración del
destruido templo de Shiloh. Y de aquí, análogamente, que se refiera al
renacimiento de la destruida dinastía de David y, por tanto, al Mesías. Este
versículo se considera, en general, una profecía mesiánica.
Pero resulta que una de las Constelaciones
del Zodíaco es Leo. Los astrólogos pudieron suponer con toda facilidad que Leo
representa a Judá y a la Casa de David. Hay una referencia a una «bengala de
entre sus pies», y entre las patas delanteras de la Constelación de Leo (según
la representación convencional de la era antigua) se encontraba su estrella más
brillante, Régulus (palabra latina que significa «joven rey»). Por
consiguiente, podemos suponer que Régulus, en particular, representaba al
Mesías (para los astrólogos).
Pero la cuestión es que las combinaciones
Venus-Júpiter de los años 3 aC y 2 aC se produjeron en la Constelación de Leo,
cada una de ellas a distinto lado de Régulus. En los dos casos, la fusión
aparente de los planetas tuvo lugar a tres grados de Régulus, lo bastante cerca
como para impresionar a los astrólogos.
De forma que nos encontramos con una simple
«estrella» anormal que aparece en el horizonte de Judea, próxima a la estrella
que es símbolo del Mesías. ¿No es lógico pensar que los astrólogos partieran al
momento hacia Judea para investigar, aunque sólo hubiera sido para comprobar
sus propias conclusiones?
Naturalmente, ambas conjunciones se
produjeron en los meses de verano y de ningún modo en la época del nacimiento
de Jesús, pero esto no tiene importancia. La fecha del 25 de diciembre no tiene
garantía bíblica y fue escogida en los tiempos del cristianismo primitivo
simplemente para competir con la fiesta de Mitra, que se celebraba aquel día, y
para aprovechar la tradición, ya muy sentada, del regocijo general cuando
llegaba el solsticio de invierno.
Además, tanto Mateo como Lucas sitúan el
nacimiento de Jesús en la época de Herodes, y dicho monarca murió en el año 4
aC. O sea que Jesús no pudo nacer después de ese año y, como mínimo, debía de
tener dos años de edad en la época de la segunda y más llamativa conjunción.
Pero el hecho de que Jesús naciera precisamente en el momento de dicha
conjunción pudo haber sido una reforma posterior de la historia.
Debo admitir que
estoy tentado a creer la alternativa 9, dado su atractivo..., pero no haré tal
cosa. En el año 2 aC la astronomía no estaba muy avanzada, y aunque los
astrólogos babilonios advirtieran la conjunción, dudo que estuvieran tan
versados en los detalles de las escrituras y leyendas de los judíos como para
atribuir al hecho una importancia mesiánica. No, todo el relato no es más que
una explicación ingeniosa elaborada a posteriori.
De forma que perseveraré en mi escepticismo y
colocaré la Estrella de Belén en la misma categoría que la partición del Mar
Rojo, el caminar sobre el agua y todos los demás milagros de la «Biblia».
Son simples relatos fantásticos que podríamos despreciar como naderías si no
fuera por el hecho de que son nuestros relatos fantásticos, los que nos
enseñaron a venerar cuando éramos jóvenes impresionables.
[1] Si lo desean, pueden
recurrir a mi libro «Asimov's Guide to the Bible. Volume Two, the New
Testament» (Doubleday, 1969). Por mi parte, no pienso insistir.
[2] Arthur C. Clarke
escribió un cuento, «The Star», que apareció en el número de noviembre
de 1955 de Infinity Science Fiction y que obtuvo el Premio
Hugo de 1956. Trata sobre la Estrella de Belén y, si es que no me creen, les
apremio a que lo lean en mi antología «The Hugo Winners».
[3] Para la fecha que cito
en relación con la alternativa 9, me remito al artículo «Thoughts on the
Star of Bethlehem», de Roger W. Sinnott, aparecido en el número de
diciembre de 1968 de Sky and Telescope.
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